No es sofocante, como solemos decir. Habita un terreno etéreo vecino a lo imposible. Ambientes como los de las calles de Buenos Aires el día pico de calor, con 42° de sensación térmica, parecen casi desafiar las leyes de la física y, sobre todo, de la condición humana.
Se me dirá que cualquiera que haya pisado alguna vez las arenas idílicas del nordeste brasileño o de la mágica República Dominicana me referirá, rápida y certeramente, haber sentido a viva piel esas caloríferas e invisibles pestes, pero lo que es también cierto es que cuando hay un cielo sin mácula y mares tan hospitalarios como entrañables uno es capaz de dejar a un lado esos pequeños detalles.
Que, en verdad, no son tan pequeños ni tan detalles. Porque todo en verano cambia, aún en condiciones infrahumanas, si uno tiene vecindad con el agua que corre. Más si se trata del mar, claro.
Pero una franja costera, sea de río, laguna o arroyito -esa posibilidad cercana del refrescón a la vera del camino- cambia diametralmente la perspectiva. Es otro cantar: Infierno sí, pero con alivio.
Los porteños tenemos un río, desde luego. Ancho y brioso, casi pavoroso y casi sin límites.
Pero durante décadas y décadas diversos gobiernos municipales, provinciales y nacionales se dedicaron a hacer la vista gorda ante su contaminación vertiginosa y constante. Resultado de esta genuina política de Estado que atravesó gobiernos y generaciones: a mediados de los 70 y hasta hoy está prohibido un chapuzón siquiera en esas aguas repulsivas y deletéreas.
Mucha constancia y mucho cohecho, mucha corrupción y mucha dejadez fueron necesarios para terminar la obra: hoy somos vecinos de un rio prohibido.
Por lo tanto, ante estos calorones espesos, lo que nos queda a los porteños es la sombra amplia, el ventilador rendidor o el aire acondicionado. El último no es necesario jornada completa. Si uno tiene un trabajo refrigerado -un refugio, bah- de ocho o nueve horas, toda tortura canicular se sobrevella mejor.
Pasa que el calor cansa. Si hay un paréntesis más o menos grandote, las cosas se llevan mejor. Porque en esas horas no es que uno goce del fresco, sino que se olvida de esa gelatina pringosa que se le adhiere a la piel casi con formas rugosas.
Debe ser eso lo que lleva a delirar por momentos en que nos hemos convertido en extrañas tortugas ninjas, no por efecto del cambio climático y esas levísimas pavaditas, sino porque con este calor lo que mata no es la humedad.
Como sea, esas mutaciones que nos convierten en otros. Gente dispuesta a llorar de emoción ante una tormenta o agradecidos mortales por vientito benéfico con perfume a sur, cual lejanos antepasados.