viernes, marzo 14, 2025
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Distintas formas de llorar



Leo en un portal de noticias que las personas que lloran con las películas tienen mayor inteligencia emocional que las que no lo hacen. Al conectar con lo que les está pasando a los personajes, revelan una mayor capacidad de comprensión hacia el dolor ajeno. Se trata de personas altamente empáticas, capaces de ponerse en el lugar de los demás y, por lo tanto, de gestionar mejor sus emociones.

Me acuerdo de una época en la que el verbo “gestionar” se usaba para hablar de hacer trámites en el banco. Un gestor, de hecho, es una persona que se contrata para lidiar con la burocracia y lograr que los expedientes se muevan, los certificados se expidan, los permisos se otorguen. ¿Desde cuándo las propias emociones son algo “a gestionar”? Tal vez la caída del psicoanálisis explique esa desconexión con lo que sentimos, al punto de tener que “tramitarlo”, “procesarlo” y “archivarlo” en un lenguaje contable que transforme lo más hondo del ser en mercancía lista para despachar. El Ser –es lamentable, lo sé– no desaparece tan fácilmente, por más que nuestra época lo quiera borrar con la invención del wellness.

Vayamos al llanto. Yo, que lloro hasta con una canción de Luis Miguel con la que alguien musicaliza mi viaje en colectivo, espero no estar gestionando nada al enjugar disimuladamente la lágrima que amenaza con correrme el rimel. No me pregunto qué me pasa porque estoy demasiado contenta: todavía soy capaz de emocionarme con una canción que ni siquiera me gusta. Sonrío un poco y me acomodo en mi asiento. Esta autosatisfacción revela que tampoco estoy siendo empática ni buena persona cuando lloro con una película. Es claro que estoy tan metida en el relato que lo que le pasa a los personajes me está pasando a mí. Así que no me hago ilusiones: mi llanto no vale nada. Lloro por mí, no porque las neuronas espejo me hagan mejor persona.

Ahora, hay llantos y llantos, como bien escribió Clarice Lispector. Hay un llanto malo: es esa catarata inconsolable que no alivia para nada; la angustia extrema que no tiene expresión más que esa reacción física. Dice Lispector que esas son las lágrimas que hay que contener porque solo nos dejarán exhaustos y enfermos de dolor. El llanto bueno es el que viene de una tristeza legítima y por eso nos alivia. En él, liberamos un peso que no sabíamos que teníamos: es el sentimiento de “ah, las cosas son así” que ocurre al escuchar una canción o ver una película. Hay conocimiento en ese llanto, pienso. No hace falta darse permiso pensando que nos hace “más buenos”.

Claro que no todos sabemos llorar así, pero si alguien quiere aprender, puede recurrir a las instrucciones que escribió Julio Cortázar. “Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas”, dice ese texto que nos regala la ironía, remedio magistral contra el yoísmo. Mucho mejor que tratar de “gestionar” la tristeza usando los comandos administrativos de la cultura del bienestar.



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