Ha muerto el último de los cuatro autores canónicos del boom latinoamericano que quedaba vivo. A los 88 años, Mario Vargas Llosa murió en Lima, Perú. Junto con Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar fue protagonista de ese momento en que la literatura latinoamericana se volvió masiva y un fenómeno mundial, y que mostraba cómo la ficción podía dar cuenta de la vida y la historia del continente. También fue la generación que salió a la vida pública con la Revolución Cubana, que marcó sus vidas y trayectorias. Cada uno de ellos siguió caminos diferentes: García Márquez tuvo sus diferencias en la década del 60, pero después no sólo fue su defensor más acérrimo, sino que llegó a ser muy amigo de Fidel Castro.
Cortázar defendió la Revolución desde su inicio hasta el final y Carlos Fuentes fue, de los autores del boom, el que menos se involucró y siempre estuvo más atraído por lo que sucedía en México, su país natal. Vargas Llosa adhirió al principio y fue uno de sus más fervorosos propagandistas (llegó a formar parte del Comité de Casa de las Américas), pero después de la invasión soviética a Checoslovaquia y el caso Padilla (el poeta perseguido por el régimen cubano y acusado de conspiración), Vargas Llosa fue también su más eficaz detractor. Con el pasar de los años, se fue transformando en un referente del pensamiento liberal latinoamericano y eso marcó tanto sus ensayos como sus novelas.
La guerra del fin del mundo (1981), sobre el conflicto brasileño de Canudos a fines del siglo XIX, fue una ficción sobre el fanatismo y la barbarie de los insurrectos y del ejército brasileño, y ya con Historia de Mayta, en 1984, hizo un alegato contra la violencia política de la izquierda radicalizada. La crítica al fanatismo –y en esto la lectura de Karl Popper y su La sociedad abierta y sus enemigos fue clave–, recorre sus ensayos y escritos periodísticos junto con la idea de que en Latinoamérica padecemos las consecuencias de un Estado mal construido y peor orientado, lo que Octavio Paz llamó “el Ogro filantrópico”.
En realidad, también la novelística anterior de Vargas Llosa admite y hasta alienta lecturas políticas, pero el modo en que comenzó a participar en la escena pública –se candidateó a presidente por primera vez en 1990– hizo que su figura de escritor se hiciera inseparable de la del político. Con una obra monumental (casi veinte novelas, diez obras dramáticas, quince libros de ensayos y una participación constante en el periodismo gráfico), además de su carrera como político, provoca entre intriga y envidia ante una producción tan abundante y siempre de alto nivel.
Como polemista, Vargas Llosa se valió de la retórica que había aprendido en su paso por la izquierda y no dudó en ser un intelectual con las “manos sucias”, para usar la metáfora de Jean-Paul Sartre, pensador sobre el que escribió muchos textos y al que le opuso la figura –que prefería– de Albert Camus. Fue además un pionero en ciertas ideas que hoy se han transformado en moneda corriente: su crítica al progresismo –muy inspirada en el pensador francés Jean-François Revel– y a la ideología cuando se convierte en religión y “no escucha ni acepta lecciones de la realidad”, y la defensa del pragmatismo (“Pragmático no es quien desconfía de las ideas sino quien conoce sus límites”).
En un momento hizo una crítica del papel que cumplían en la sociedad las elites (“Por lo general, los pueblos –esas mujeres y hombres sin caras y sin nombre, las ‘gentes del común’, como los llamaba Montaigne – son mejores que sus intelectuales”) pero con la ascensión del populismo en el siglo XXI cambió su posición. A fines de los años 80, Vargas Llosa fundó un partido, participó en elecciones y se convirtió en un globetrotter de las ideas del liberalismo.
Ante las exigencias de la realidad y los condicionamientos del poder, a Vargas Llosa le pasó lo que a muchos liberales (y no sólo liberales): o terminar defendiendo posiciones conservadoras (como lo hace en La cultura del espectáculo, una suerte de reivindicación del pensamiento de Matthew Arnold) o terminar aceptando algunos autoritarismos porque son menos dañinos que otros, como cuando en 2021 por oponerse al populismo apoyó a Keiko Fujimori y sostuvo que había fraude, algo que finalmente fue desmentido por los observadores internacionales. Como él mismo admitió en sus memorias El pez en el agua, más focalizadas en la fundación del Movimiento Libertad en 1988, tenía una preocupación por verse “cada vez más como integrando la desprestigiada clase política”.
Los momentos en que Vargas Llosa encara con su escritura fluida y precisa sus contradicciones son los más memorables. En “Mi hijo el etíope”, uno de sus textos más divertidos, narra el reencuentro después de años de no verlo con su hijo Gonzalo Gabriel en el Festival de Cine de Berlín, quien lo sorprende en el aeropuerto convertido en rastafari, devoto de Bob Marley y el veganismo y “dispuesto a morir por sus ideas”.
Unos años después, la historia termina con una nueva conversión del hijo ahora al liberalismo economicista: “Lo oigo ahora nombrar con la unción con que citaba antes al emperador Haile Selaisse, a Friedrich Hayek, a Ludwig von Misses y a Milton Friedman”. ¿Pero no es “Mi hijo el etíope” también un autorretrato desplazado en el que Vargas Llosa reflexiona sobre los riesgos del dogmatismo y de la adhesión absoluta a un ideario? ¿No es también un autorretrato del hombre que abandonó su aspecto de escritor rebelde para asumir los modales de un CEO, si bien siempre mantuvo en su literatura el “hedonismo refinado” (La civilización del espectáculo) que siempre defendió, desde La ciudad y los perros a Travesuras de la niña mala, pasando por Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto?
En la Argentina siempre tuvo muchos lectores, pero en 2011 protagonizó un caso vergonzoso. Invitado para inaugurar la Feria del Libro, el colectivo kirchnerista Carta Abierta protestó y logró que la actividad fuera cancelada (se pasó para el segundo día). No es que Vargas Llosa no tuviera credenciales suficientes para inaugurar la feria (el año anterior había ganado el Premio Nobel de Literatura), pero al parecer su participación era un “agraviante para la cultura nacional”. Semejante provincianismo (como si la cultura nacional fuera un coto cerrado, ni siquiera abierto para un escritor latinoamericano), revelaba un dogmatismo que no admitía el disenso.
Además de que omitía que, como presidente del PEN Club, Vargas Llosa le había escrito una carta de protesta a Videla en 1976 y, en los años 80, publicó el ensayo “Kafka en Buenos Aires” que denunciaba la persecución al poeta Juan Gelman. Es un texto memorable que harían bien en leer los libertarios y partidarios del actual gobierno, porque muestra a un pensador que defiende la libertad de expresión, la pluralidad de posiciones y el debate de ideas. Es conmovedora la amistad que mantuvo con un intelectual tan distinto y con ideas opuestas como Ángel Rama y con quien polemizó con mordacidades y sin concesiones.
Ante el colapso al que asistimos hoy de lo que era la opinión pública moderna, con Vargas Llosa se va un liberal de lo que ya podríamos llamar de viejo estilo, confiado en los foros intelectuales y en una idea de civilización sostenida en la fuerza de las instituciones. Porque más allá de que compartamos o no sus ideas, la fuerza de sus ensayos e intervenciones radica en la confianza en el espacio público y en el intercambio de ideas.
De ahí que no le resultara simpática la figura de Donald Trump, su nacionalismo tribal y todo ese estilo aforístico e injuriante que domina en las redes y en la política. Sólo una pasión arrasadora y una confianza intransigente en la palabra explican que haya podido escribir miles de páginas (cómo es que tenía tanto tiempo) siempre con un nivel que va de lo interesante a lo excelso, sobre todo en sus novelas, en las que logró combinar una narración que evocaba el realismo decimonónico con procedimientos innovadores, y en sus ensayos, en los que convivían modales de la elite conservadora peruana con un cosmopolitismo salvaje.
La obra de Mario Vargas Llosa es un referente fundamental de la cultura y la literatura latinoamericanas. Como narrador es excepcional y como pensador, además de que siempre intervino con honestidad, dejó numerosos escritos que invitan a la polémica permanente, a la que debe aspirar toda cultura.
Gonzalo Aguilar. Profesor de Literatura Brasileña y Portuguesa en la UBA, publicó los libros Poesía concreta brasileña, Más allá del pueblo, Otros mundos, y ¿Qué es más macho?