El río tiene dos corazones, uno exterior que todos vemos, y uno secreto que va más allá del leve rumor de la corriente. Ese corazón es el palpitar de las personas que habitan en sus márgenes.
Yo he ido a las islas del Delta y allí he leído mis poemas y hablado de mis novelas. Me han tratado tan bien, que por un momento el río ha emulado con el mar Caribe donde transcurrió mi infancia. No le he leído al viento, a los peces o a los tigres. Leí en las escuelas donde se forja la nueva generación de isleños, muy cerca de los lugares donde nacieron, donde juegan y se bañan, especies de Heráclito que unen lo que transcurre infatigable con lo que silencioso permanece, porque si nadie se baña dos veces en el mismo río, las gargantas que cantaron sus verdades, sus bellezas y sus derrotas siguen inmutables cantándole a esa cicatriz de agua rumorosa.
Todo río tiende a volverse literario, a conducirnos con calma hacia el fin, y narradores, poetas (ya sea populares o estudiosos) han cantado al Río de la Plata. Me vienen a la mente los poemas de Diana Bellesi, Marisa Negri y el gran Juan L Ortiz y de narradores como Haroldo Conti o Inés Garland, pero sobre todo pienso en ese poeta anónimo, en ese narrador que el gran público no conoce pero cuyas palabras cual ligera brisa fluyen de boca en boca por todo el Delta. Hablo del hacedor popular, esas personas, abuelos y abuelas que han llenado al río de mitos, poemas y leyendas que hablan de inundaciones, de soledad, de apariciones fantásticas e impredecibles y sobre todo del agua, porque el agua de donde nacemos y a donde volveremos es siempre la gran protagonista.
Cuando uno va a las escuelas del Delta más que a leer va a escuchar, tanto tienen para contar profesores y alumnos e incluso la naturaleza misma, peces, caballos, pájaros, hasta un búho que todos los días se asoma a las aulas como si él mismo deseara aprender o enseñar, como los perros que siempre que desembarcas se acercan alegres y curiosos, perros con nombres hermosos, llenos de comicidad popular: “Relincho” se llamaba uno cuyo dueño era un estudiante de secundario y aprendiz de marinero que lograba fotos tan hermosas del río y de los seres que lo pueblan que sin dudas estaba tocado por aquello que Lorca llamaba “el duende del arte”. Ese joven tiene una capacidad artística casi dolorosa.
Una vez fui a un jardín de infantes en una de las islas, invitado por la directora, y vi indicadores que medían la distancia que hay entre la isla y París, también esa pared estaba llena de libros y de historias creadas por ellos mismos y de sus dibujos que no eran la consabida casita con ventanas que parecen ojos, sino re interpretaciones de La Mona Lisa. Entonces, mirando esa pared, descubrí cómo esa seño les entregaba el mundo a los niños isleños que de pronto ya no estaban en las márgenes, sino que el mundo era de ellos también.