sábado, marzo 22, 2025
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El gobierno de Javier Milei ha asumido una tarea titánica: intentar transformar estructuralmente una economía que ha estado atrapada en el populismo, el estatismo y el cortoplacismo por décadas. Quienes compartimos la idea de que Argentina necesita un cambio profundo en su régimen económico y político vemos con buenos ojos muchos de los objetivos que se ha propuesto la actual administración. Sin embargo, el camino para alcanzarlos es tan relevante como el destino final.

En las últimas semanas, se ha profundizado el debate sobre los métodos utilizados por el oficialismo para avanzar con su agenda en un Congreso fragmentado. La utilización de estrategias que, hasta hace poco, se criticaban como propias del kirchnerismo, la flexibilización de procedimientos y reglamentos parlamentarios para forzar votaciones o la confrontación permanente con sectores de la política que, aunque puedan representar un obstáculo, también serán necesarios en el largo plazo, son cuestiones que deberían generar preocupación en quienes piensan en la sustentabilidad del cambio de régimen.

No se trata de esperar que en apenas 15 meses de gobierno se hayan solucionado décadas de desmanejo. Tampoco de exigirle a Milei que reconstruya de inmediato un sistema institucional que ha sido deteriorado durante años. Pero sí es fundamental advertir que si el cambio de régimen no se apoya en una estrategia sólida, no solo económica sino también institucional, corre el riesgo de no consolidarse y de alimentar el péndulo argentino que, cuando se inclina hacia el populismo, lo hace con fuerza y sin medias tintas.

Para que un cambio de régimen sea verdaderamente duradero, no puede depender únicamente del entusiasmo o del liderazgo de un presidente. Necesita asentarse sobre bases institucionales firmes que le den previsibilidad y estabilidad a lo largo del tiempo. En este sentido, la pregunta no es si el gobierno de Milei está logrando avances en términos de déficit fiscal, inflación o desregulación, sino si lo está haciendo de una manera que garantice que esos avances sean irreversibles.

Porque, en última instancia, si para desmontar el populismo se recurre a mecanismos similares a los que usó el populismo para concentrar poder y avasallar reglas, se corre el riesgo de que todo lo logrado pueda ser revertido con la misma facilidad en el futuro. ¿Qué impide que una próxima administración, con otra orientación ideológica, utilice las mismas herramientas para desandar todo lo avanzado? Nada, excepto la fortaleza de las instituciones.

El punto aquí es claro: una estrategia que desatienda la importancia del marco institucional no solo socava la credibilidad del proceso de cambio, sino que también lo hace más vulnerable a la reversión. Si el Gobierno quiere construir algo que perdure más allá de su mandato, necesita demostrar que el cambio es estructural y no un experimento temporal dependiente de la voluntad de un solo líder.

El otro punto clave es la implementación. No hay ninguna duda de que las ideas que sostiene el gobierno actual —la reducción del peso del Estado, la disciplina fiscal, la apertura de mercados, la desregulación económica— son necesarias para que Argentina retome la senda del crecimiento. Sin embargo, la implementación de estas ideas es tan importante como su formulación teórica.

Si la estabilización falla, si la dinámica cambiaria se vuelve insostenible, si las señales de agotamiento del esquema actual no son corregidas a tiempo, si la política económica genera más incertidumbre que certezas, entonces no será difícil que los detractores del modelo encuentren el argumento perfecto para desacreditarlo.

Porque, como tantas veces en la historia argentina, cuando un programa de estabilización fracasa, no se analiza en detalle si el problema fue su implementación o las condiciones en las que se aplicó. Se lo tacha de fallido, se lo asocia a las ideas que lo sustentaban y se legitima un regreso a recetas conocidas, aunque ineficaces.

Si este programa no logra consolidarse, si se permite que el cortoplacismo, la descoordinación o los errores en la gestión pongan en riesgo su estabilidad, lo que se debilita no es sólo un gobierno, sino toda una corriente de pensamiento que, correctamente aplicada, puede ser la única salida sostenible para el país. Y, si eso sucede, el péndulo ideológico volverá a girar en la dirección contraria, reforzando la idea de que la única opción viable es la que ya fracasó una y otra vez.

No se trata de pedirle al gobierno de Milei que resuelva en un año lo que la Argentina destruyó en décadas. Se trata de advertir que la construcción de un cambio de régimen sólido requiere mucho más que medidas económicas bien orientadas. Requiere preservar las instituciones que le darán estabilidad en el tiempo.

Si el programa de estabilización no logra consolidarse, el problema no será que el Gobierno no hizo lo suficiente o que el contexto fue adverso. El problema será que la oportunidad de hacer un cambio estructural habrá sido desperdiciada, y la reacción del electorado y de la clase política será volver a lo que ya conocemos.

No es un llamado a la resignación ni una crítica destructiva. Es una advertencia sobre los peligros de subestimar la importancia del marco institucional y de la correcta implementación de las políticas. Porque el verdadero enemigo del cambio no es la oposición, sino la falta de previsión sobre lo que puede ocurrir si la estrategia no es la correcta. Y el costo de ese error, como ya hemos visto en el pasado, puede ser enorme.



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