jueves, junio 19, 2025
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Elogio del madrugón



Mi padre paraba en un café de Pompeya que se llamaba El alba. Creo que estaba en la Avenida Sáenz, cerquita del Puente Alsina. Nunca lo conocí. Cuando tuve edad para hacer mías las calles que habían sido de mi padre, el café ya no existía. Siempre me intrigó el nombre: ¿aludía al amanecer de los que trasnochaban o al de los de que se levantaban temprano? Hay una barrera invisible ahí, en la madrugada. Dos formas de encarar el día, dos estilos de vida.

Levantarse temprano tiene mala prensa: representa el despertar forzado, el presagio de una jornada extenuante, la negación del deseo de quedarse en la cama y seguir durmiendo. Trasnochar, en cambio, es otra cosa: es el momento de la magia, de la diversión; si extendemos la vigilia es porque algo maravilloso va a pasar.

La ciencia dice que los seres humanos tienen distintas predisposiciones naturales a dormir y despertar a ciertas horas, las que son dictadas por el reloj interno del cerebro, que regula a lo largo del día la temperatura corporal, la digestión y la secreción de melatonina, la hormona del sueño.

Se llaman cronotipos. En un extremo están los búhos, aquellos que tienen el pico de su ritmo vital activo en la tarde / noche. Y en el otro están las alondras, personas a las que no les cuesta nada madrugar, rinden muchísimo a la mañana y tienden a acostarse temprano.

Descubrir que yo era una alondra resultó demoledor. Fue a los cuarenta y pocos, cuando mis sobrinas empezaron a cumplir 15 años y tenía que ir a esas fiestas insufribles que terminaban con la salida del sol. Pasada la medianoche, todos bailaban y reían menos yo, que me iba transformando de a poco en un bicho malhumorado que sólo quería volver a casa y dormir. Pero lo peor era a la mañana siguiente, porque jamás lograba recuperar las horas perdidas de sueño y andaba todo el día como un zombie. El alba, para mí, no era un café de Pompeya sino el destino al que jamás quería llegar despierto.

Odié mi condición de alondra no sólo porque me convertía en el “grinch” de las fiestas familiares sino también porque me privaba de disfrutar el misterio de la noche, ese espacio de locura, pecado y creación tan fascinante para los poetas. Hasta que, en un momento, a los cincuenta digamos, acepté que no debía forzar mi cronotipo. Aprendí que dormir temprano y despertarme lúcido a las cinco de la mañana podía ser extraordinario.

Amo el madrugón y las últimas hebras de la noche. El silencio de fin del mundo. Saber que para la mayoría de la gente el día todavía no empezó pero que en mí ya es acción. Mentira que no hay poesía. Mentira que todo es pesadez. Mentira que no hay magia. A esas horas me muevo solo y tranquilo, como si fuera el único ser humano del planeta, prendo la computadora y me pongo a escribir estas pavaditas.



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