Hay 13.763 kilómetros entre Buenos Aires y Teherán. Sería un error enorme creer que eso implica que estamos lejos.
Que hoy haya pausa en “la guerra los 12 días” entre Israel e Irán -como la bautizó Donald Trump- no significa que reine la paz en Medio Oriente. Los israelíes seguirán teniendo como objetivo poner fin al régimen de los ayatollahs y éste seguirá deseando que el Estado de sus vecinos judíos directamente deje de existir.
La gran diferencia del momento consiste en que Israel viene de dar el último golpe: logró dañar el plan atómico persa -al menos retrasarlo significativamente-, con la ayuda decisiva de Estados Unidos y sus bombas todopoderosas. Pero Irán, justamente, viene de sufrir ese golpe y de comprobar que, más allá de la retórica, no está en condiciones de dar batalla cuerpo a cuerpo contra dos de los ejércitos mejor equipados y entrenados del planeta.
Y eso es un problema para el resto del mundo.
“Es impensable que en algún momento Irán no intente vengarse con ataques asimétricos de represalia”, considera Matthew Levitt, director del programa antiterrorista del Instituto Washington de Políticas para Medio Oriente, citado por el periodista Greg Miller en un artículo de The Washington Post.
El analista hace referencia, por supuesto, a una estrategia habitual empleada por el ayatollah Khamenei a lo largo de los más de 35 años que lleva manejando los hilos de su país: “La última herramienta que les queda y que les será más fácil recuperar es su capacidad para llevar a cabo atentados terroristas en el extranjero”, explica.
De acuerdo con fuentes citadas por Miller en la nota, lo mismo piensan funcionarios de seguridad estadounidenses y europeos.
Para comprender tal estrategia es también imprescindible entender que en ciertos países, antiguos como la civilización misma, el tiempo discurre de manera diferente. Mientras en Argentina el futuro es algo que sucede como mucho entre la difusión del próximo índice de inflación y las elecciones de octubre, en Irán literalmente veinte años no es nada.
En aquellas tierras vienen matando y muriendo desde hace más de tres milenios, cuando se llamaban imperio elemita y sus rivales eran Asiria y Babilonia. De allí salieron los medos en el siglo VII AC y conquistaron Nínive. Que fueron luego gobernados por un persa, Ciro, quien conquistó Babilonia, Siria, el levante del Mediterráneo y Asia Menor. Su sucesor anexó Egipto. Y luego vino Darío (522-486 AC), quien llevó el imperio a un esplendor que incluía parte de India. Sólo Alejandro Magno los derrotó, en el 336 AC.
Tanta historia, tal como sucede en China y pocos lugares más en la Tierra, hace que los 12 días de esta guerra sean apenas un instante. Pueden tomarse su tiempo para la venganza.
Ya sucedió antes: cuando hace cinco años Estados Unidos asesinó al líder del grupo armado de elite iraní Fuerza Quds, la respuesta de Teherán fue poco más que un pataleo y un par de misiles sin auténtica intención de daño, pero con el tiempo Washington fue descubriendo planes de venganza que, por ejemplo, incluían la muerte del propio Trump.
Ese problema, grande para el resto del mundo, para la Argentina es enorme. Por varias razones.
No olvidemos que Irán ya tuvo éxito con dos atentados en el país, cuando en 1992 y 1994 atacó la Embajada de Israel y la AMIA dejando decenas de muertos.
Los culpables de tales atentados, además, nunca fueron condenados. Es más: el gobierno encabezado por Cristina Kirchner propuso que los iraníes acusados sean juzgados por los propios iraníes (hoy es uno de los juicios orales pendientes de la ya condenada expresidenta). Como promesa de impunidad, Argentina ofrece garantías inigualables.
Otra razón por la cual este país, cuna de una de las mayores colectividades judías del mundo, puede resultar un blanco significativo está en el alineamiento incondicional del presidente Javier Milei con Trump y su colega israelí, Benjamín Netanyahu.
Que el canciller israelí Gideon Sa’ar haya cerrado un posteo con el muy mileísta eslogan “Viva la Libertad carajo” habla de la exposición argentina y del propio Presidente. Como si quedáramos de algún modo en la línea de fuego, pero sin capacidad de respuesta armada, claro.
Finalmente, no se puede dejar de lado el nivel de ineficacia de los servicios de inteligencia criollos, al menos para las tareas que tienen oficialmente asignadas, como es estar atentos a posibles amenazas extranjeras. No es lo mismo armar carpetazos contra políticos, periodistas, empresarios y otras amenazas locales que espiar de verdad para descubrir células terroristas dormidas.
Se trata de un desafío importante para el Gobierno, cuyos peores pecados serían subestimar el peligro o creer que con un poco de jueguito para la tribuna alcanza.