Estuve quince días en la ciudad de Hong Kong, invitado por un programa internacional de escritura. A todos los que me preguntan, les digo que fueron dos semanas viviendo cincuenta o setenta años en el futuro: un comentario que suele interpretarse a la luz de la sociedad hipertecnológica que allí ya se avizora, y que en Occidente contemplamos de vez en cuando, boquiabiertos, cada vez que se viraliza un video de TikTok.
Algo de eso hay, desde luego. Se trata de una ciudad del mundo global, relativamente cosmopolita, con un aeropuerto de 500 puertas de salida en continua rotación, un servicio de subterráneo primermundista en el que tímidos robotcitos barren los rincones de cada estación, y la mayoría de las puertas, inspiradas tal vez por la paranoia postpandémica, se abren solas en cuanto se aproxima la mano. El transporte, las compras menudas e incluso ciertos servicios pueden pagarse con el saldo de la Octopus card, versión estilizada de la modesta SUBE porteña.
Pero no es solo la comodidad tecnológica lo que inspira mi comentario. Hong Kong es una ciudad ruidosa pero ordenada, en donde cada semáforo cuenta con guía sonora para ciegos y cada escalera mecánica, cada ascensor, con un parlante que emite instrucciones para el transeúnte, primero en inglés, luego en cantonés. La sensación es de constante aunque bienintencionada vigilancia.
Algo parecido ocurre en la zona turística. En la esplanada de Tsim Sha Sui, donde se ofrecen al turista las estatuas de Bruce Lee y de Anita Mui, o algún sampán a diésel que deambula por la Bahía Victoria cual fantasma de siglos pasados, también se alzan sendos parlantes que noche y día emiten una melodía edulcorada, vagamente similar a la música de Disney, con el fin de propiciar el “mood” correcto a la experiencia. Inmerso en este ambiente artificial, uno llega a dudar de la realidad de ciertos detalles, como son los pájaros que trinan por doquier, sin llegar nunca a mostrarse. En medio de ese laberinto tecnológico, no obstante, la tradición sobrevive: repartidos por la ciudad, los templos taoístas se alzan con su arquitectura colorida y sus videntes leyendo la palma de la mano. Los templos budistas, silenciosos y elegantes, ofrecen refugio al asceta y al atormentado. Hay mercados de baratijas y bazares de comida típica, pero también shoppings con cadenas de fast food y tiendas de marcas occidentales.
Y aunque los acostumbrados anuncios de neón en las concurridas calles ya han cedido a nuevas tecnologías, el ambiente hongkonés sigue teniendo esa atmósfera de incierta profecía con que Ridley Scott plasmó su Los Ángeles niponificado en la célebre “Blade Runner”. Pero a diferencia de la novela de Phillip K. Dick en que se inspira la película, no es Japón sino China quien hoy parece sentar el curso a seguir por el resto del planeta, y en ese futuro, tecnología y vigilancia han trazado una alianza sonriente y peligrosa.