Cuando empezaron los tímidos rumores acerca de que el desarrollador y coleccionista Andrés Buhar venía de rubricar, con el ciclo «Argentina», de 15 paisajes, la que con toda probabilidad es la inversión más fuerte en la obra de un artista argentino, en este caso el dúo Mondongo, hablamos con él para confirmar que se trataba de el precio récord de los últimos años –y por lo tanto, del siglo–.
Claro que el U$ 1.270.000 de la venta no fueron destinados a una sola pieza, lo que sí ocurrió en 2019 con una obra de Jorge de la Vega, en una recordada edición de arteBA. Sin embargo, la compra coronaba una seguidilla de adquisiciones bajo el radar, que incluyen el díptico mural «El sueño de la razón», nunca visto en el país, y dos Calaveras y el «Baptisterio de los colores», expuestos actualmente en su centro cultural ArtHaus. Este fue nuestro diálogo, en torno de esas inversiones.
–¿Qué factor fue decisivo para la compra de este ciclo de 15 piezas, hoy exhibida parcialmente en Malba Puertos?
–Cuando los invitan a Mondongo a exponer «Argentina» de esa manera en Malba Puertos, lo cual está muy bien de su parte porque en Escobar se proponen un museo diferente, los artistas y todos los que la vimos en el Museo de Arte Moderno, en 2013, pensamos que no era la misma obra, no estaba completa. Eso me hizo pensar en que cuando los catequistas les proponían a los indígenas entrar en las iglesias, éstos se negaban porque temían una trampa. Los indios rezaban al aire libre, no sabían hacerlo en una jaula. Los museos hoy tienen muchos aspectos análogos al templo. La gente que vive en los countries también tiene esa necesidad de aire libre, de estar afuera. En este sentido, ese espacio atiende ese impulso de democratizar y abrir el arte, y con esa lógica han sido exhibidas. Pero creo que se pierde un poco la modulación de la serie.
–¿Hacés una lectura alegórica de la obra?
–Bueno, atiendo al aspecto metafísico. Es más que un paisaje, por algo se llama «Argentina»; lo interesante es su desarrollo hacia la descomposición. Ellos venían trabajando en las Calaveras y se fueron a descansar a Entre Ríos; y ahí flashearon con el paisaje. El descanso les llevó 5 años, comenzando en 2009. Llegaron a tener 7 asistentes en el taller, trabajando todo el día. Pero nunca quisieron que el ciclo saliera del país; podrían haberla vendido por piezas al toque pero se resistieron. Es que ya habían vivido la experiencia de que las obras se dispersaran por el mundo. De hecho, las Calaveras de ArtHaus que acabo de comprar son las únicas en el país. La única que se había visto era la Calavera#1, porque fue expuesta en la galería Ruth Benzacar durante un mes. Y ya no volvimos a ver ninguna. Ellos se dijeron «Basta; no podemos compartirlas con amigos siquiera».
–Esos paisajes son, en efecto, una «contracara» de las Calaveras, ¿no? Los artistas pasaron también de la miniatura obsesiva al aire libre, a la naturaleza.
–Cuando ellos hacen la muestra «Argentina» en el Mamba, tenían también un piso con retratos. Ellos decían que los paisajes y los retratos eran dos géneros que el arte contemporáneo había desdeñado. Segundo, el paisaje también es un retrato, por eso lo llamaron así. Hay una sola persona en el ciclo, que vivía en ese sitio de Entre Ríos, inaccesible, que jamás les habló. Y en los paisajes hay pequeñas cositas y señales escondidas. No es una copia fotográfica del lugar. Y tienen ese aspecto inmersivo, de circularidad y progresión. A mí me pasó que me llama Nahuel Ortiz Vidal, de la galería Barro, en octubre de 2021 y me cuenta que, luego de la muestra de ellos, van a tener que desarmar el «Baptisterio de los colores». Los Mondongo no querían desmantelarlo y meterlo en un depósito. Yo todavía no tenía nada definido sobre la terraza de ArtHaus; de hecho, estaba por abrir el espacio, en noviembre de ese año. El «Baptisterio» y ArtHaus están íntimamente relacionados; este año la recibimos, pues se volvió a hacer, con toda la experiencia anterior. Son artistas fascinantes, muy singulares, que toman decisiones fuertes. Después de estar inmersos en la super producción del taller, dijeron «Paremos»; desistieron de la locura industrial de estar en ferias y galerías del exterior todo el tiempo.
–Todas las obras que venís de adquirir son de escala monumental. ¿Siempre sabés dónde vas a ubicarlas? ¿Las comprás para alojarlas…?
–No…, rara vez lo sé. La lógica para mí es que hay obras que son privadas y luego eventualmente van al museo. Vos tenés un Roberto Aizenberg y vas a entablar una relación uno a uno. Pero el «Baptisterio» y «Argentina» son públicas, para compartir. Los paisajes van a estar en Puerto Madero, cerca de la Reserva de Costanera. Una Calavera podría estar en un espacio privado amplio pero tiene algo que llama al debate, a compartirla en diálogo con otros.
–Tampoco sabías dónde ibas a ubicar La Luchona, el horno de Gabriel Chaile, desde la inauguración en la puerta del centro cultural. Piezas difíciles.
–Pero eso me encanta, es un desafío hermoso buscar el sitio adecuado para una obra que comprás. Tiene cierto romanticismo, es cierto, y me encanta. No hay fórmulas y es fascinante; no hay una receta porque la sintonía con el lugar se crea ahí mismo, con los ingredientes a su alrededor. No se trata de cuestiones simples del tránsito aunque estas son parte del asunto. Y el desafío no se repite nunca, cada obra plantea sus condiciones y problemas.
–¿Tenés el nombre del espacio que va a recibir los 15 cuadros?
–¡Todavía no! Pero cada vez falta menos. Podría ser «Argentina», como el Rothko Chapel, ¿no? Se llama Capilla Rothko, de una. Pensamos a priori en una planta baja con un espacio agreste, de vegetación, y el círculo de paisajes en el subsuelo. Aún no está todo decidido. En cambio en 2025, las dos Calaveras y el díptico ya estarán en un piso de ArtHaus.
–Hablemos del díptico «El sueño de la razón».
–Hay obras que te atraen aunque sean visualmente tremendas. La segunda pieza, también de 4,50 x 3 metros, es todo lo contrario de ésta; es en blanco y negro, tiene bastante purpurina, clavos y virulana. Evoca las fotos forenses de quienes trabajan en las autopsias. En el sexto piso de ArtHaus, a medio camino entre una sala de exposiciones y una trastienda de galería, estoy armando un espacio amplio con paneles. Será un acontecimiento que todos podamos verlo.
–Se trata de una obra sobre un femicidio explícito, no muy apta para el campo visual cotidiano… Fue devuelta por los compradores. En tu colección hay varias obras de maestros, se diría que elegidas por su crudeza cercana al «gore».
–Sí; hay un Berni que compré hace unos años, un Juanito Laguna bañándose en el basural, que me produjo lo mismo de entrada. Esta pieza de Berni pertenecía a una coleccionista argentina; se la había recomendado el curador Marcelo Pacheco, con su gran ojo clínico. La ves hoy, 60 años después, y te afecta. O el ciclo de la carne de Alonso, por ejemplo. Yo le quería comprar una de estas obras pero él no la quería vender; decía que necesitaba tenerla, recordar su energía. Conversé mucho con Alonso cuando hicimos el libro juntos, fue parte del trato para comprarle obras de ese ciclo, y me enorgullece. A mí me gusta el diálogo con los artistas, compartir la aventura y entender qué están haciendo; muchas veces ellos no quieren saberlo todo y es también es interesante.
–Tu apuesta masiva al futuro de Mondongo, si los ponemos en la misma pinacoteca de Berni y Alonso, parece señalarlos como «artistas nacionales», ese concepto de la primera mitad del siglo XX. Un obra que se superpone con el país y lo encarna.
–No lo pensé así pero veo una línea; tienen filiación, como una familia con distintos parentescos. Hay una lógica en la colección, en la mirada. Yo necesito saber y entender qué elijo. Nada es intuitivo, el gusto se va armando. Pero también hay decisiones más complejas, no se reducen al me gusta/no me gusta; hay atracciones. También hay obras que al principio no te gustan pero sabés que te tienen que gustar. Te imantan, reconocés que algo pasa por ahí y lo vas descubriendo.
–La compra, asimismo, no deja de insertarse en un márketing. Estás por lanzar el proyecto de una torre en Puerto Madero.
–Mirá, yo no me peleo con el márketing. No es algo que me de placer pero es un trabajo; está en la lógica de todo gestor cultural difundir a los artistas y sus obras, ergo, lo hago. En ArtHaus, de hecho, no tenemos una colección privada, porque me parece que ésto tiene más que ver con el ego del propietario que con lo que espera quien visita el espacio. No hay que tener algo fijo, es mejor ver rotar las expos. Se sabe que los museos sobre todo son visitados por sus muestras temporarias, no por la colección permanente, a excepción de aquellas instituciones grandes como el Louvre. Hay una cuestión interesante del márketing, como en la política. Esa es mi función, no la de Mondongo. En esto ellos son ejemplares. Podrían hacer 10 nuevas calaveras y ganar un millón de dólares. Pero dejaron de vender en Emiratos Árabes porque no prestan las obras y ellos quieren que giren.