“La venganza no es nuestro objetivo, ni buscamos simplemente una justa retribución. Pedimos a este tribunal que afirme mediante una acción penal internacional el derecho del hombre a vivir en paz y con dignidad, independientemente de su raza o credo. El caso que presentamos es un alegato de humanidad ante la ley”.
El estrado era un poco alto para su 1,54 metro, tenía apenas 27 años y por primera vez en su vida pisaba un tribunal. Sin embargo, su voz y su clamor de justicia se hicieron escuchar con toda claridad y contundencia no sólo en lo que la prensa calificó como “el juicio por asesinato más importante de la historia” sino en las décadas siguientes, con un eco que llega hasta hoy.
Benjamin Ferencz fue el fiscal más joven en el histórico proceso de Nüremberg que sentó en el banquillo a los jerarcas nazis responsables del Holocausto. El mismo investigó esos delitos, y en 1947 procesó a 22 oficiales de las Einsatzgruppen, unidades móviles de matanza de la policía de seguridad alemana.
Nacido en Transilvania, criado desde los 10 meses en Hell’s Kitchen, uno de los barrios más pobres de Nueva York, soldado de combate en la Segunda Guerra a las órdenes del general Patton, Ferencz solía repetir aquello de Aristóteles: “En su mejor momento, el hombre es el más noble de los animales; separado de la ley y la Justicia, es el peor”.
La semana pasada una nueva Marcha por la vida, encabezada por 80 sobrevivientes, recorrió los 3 kilómetros que separan al campo de concentración de Auschwitz, de Birkenau, evocando a los miles asesinados allí; pasado mañana se cumplen 80 años del suicidio del dictador Adolf Hitler; la necesidad de mantener la memoria viva.
Por diferentes causas, con otros métodos, envueltos en distintas ideologías, los ecos de aquel horror reviven en otros horrores del presente. Rusia-Ucrania, Oriente Medio y tantos otros conflictos devastadores en distintas partes del mundo.
“Nüremberg concluyó que la agresión ya no era un acto heroico permisible. Era un crimen internacional y debía ser castigado como tal. Cuando se convirtió en presidente de los Estados Unidos, el general Dwight D. Eisenhower declaró: ‘El mundo ya no puede confiar en la fuerza. Debe confiar en el imperio de la ley, si la civilización ha de sobrevivir’”, evocaba Ferencz.
Impulsor de un sistema de justicia penal internacional, sus esfuerzos se vieron coronados en 1998 con la creación de la Corte Penal Internacional, en La Haya.
A este hombre que 50 años después todavía se quebraba al recordar lo que vio al entrar a los campos, nada de lo humano le era ajeno: tuvo un fuerte enfrentamiento con Donald Trump cuando en su primera presidencia implementó la política de separación de familias en su lucha contra los migrantes. “Es un crimen en contra de la humanidad”, lanzó.
Ferencz, que murió en 2023 a los 103 años, último fiscal sobreviviente de Nüremberg, siguió conmoviéndose hasta el último minuto con aquel hombre que, al llegar él a un campo apenas liberado, le dijo “Te estaba esperando” y le entregó lo que, arriesgando su vida, había escondido con todo celo: los registros de todos los SS que habían entrado y salido del campo, con sus datos, fotos, identificación. Un material de valor incalculable para la posterior acusación. Decía que el gesto de ese hombre había sido para él un reflejo de la esperanza humana, de confianza, de fe y de valor.
Jaqueado por otras guerras, más o menos brutales, más o menos sordas, el mundo conmemora 80 años del fin de la Segunda Gran Guerra. El odio, la soberbia y la intolerancia no parecen haber disminuido. Hasta su último suspiro Ferencz alertó sobre el riesgo de que “la misma mentalidad cruel que hizo posible el Holocausto podría algún día destruir a la Humanidad”.
Quizá todavía estemos a tiempo.