La serialidad, las variaciones y la continuidad insistente a partir de una premisa expansiva son constantes en la obra de Stephen Dixon (1936-2019), que en Cartas a Kevin mitiga esas obsesiones de una vida ofreciendo una novela tan amable como tardía. Publicada originalmente en 2016, la narración parte de un contexto urbano racionalista para adentrarse en la juguetona y bizarra lógica de los sueños, donde el dinero y los medios de comunicación y transporte de una nación se difuminan en un absurdo picaresco y huidizo.
Cierto anacronismo universal de siglo XX permea el relato ya desde las misivas unilaterales del título que el neoyorquino Rudy Foy le envía casi sin pausa a Kevin Wafer, un niño de Palo Alto, California, en el que el protagonista cimenta el anhelo de un reencuentro cálido y afectivo. En principio simple como una línea, ese trayecto este-oeste que Rudy debe atravesar para llegar a su objetivo se revela imposible, un rumbo lleno de desvíos, rebotes y zigzags en el que cualquier cosa puede pasar y en donde el propio lenguaje es el vehículo.
Precedido en cada uno de sus sketches epistolares por la expresión “Querido Kevin”, el texto comienza con la llamada del narrador a una operadora desde una cabina telefónica en la que se ha quedado encerrado, para que lo contacte con el preciado Kevin, seguida de una serie de enredos a corta y larga distancia: la llamada a un vecino para que llame a su vez a Kevin, el contacto con un Kevin Wafer equivocado y el intercambio con un hombre que se ha quedado igualmente varado en una cabina en Roma y al que Rudy le pide que vaya a rescatarlo. Esa soledad enclaustrada y digresiva de ladrillo visto recuerda al primer Dixon, aunque la trama deja pronto atrás el cubismo bidimensional y se lanza al devenir horizontal del viaje, en un curso sinuoso y deforme que parece arbitrario pero que prueba ser exhaustivo.
Así sucedía también en Interestatal (1995), la monstruosa antiobra maestra de Dixon que concentraba sus narraciones paralelas en torno a una tragedia enloquecedora de ruta, si bien la travesía de Cartas a Kevin es por contraste juguetona, inocente, bondadosamente concesiva en sus gráciles puntos y aparte. El afán de totalidad destella en la seguidilla de transportes a los que recurre Rudy, que va agotando las opciones de desplazamiento al moverse a dedo, en taxi, autobús, globo, caballo, furgoneta y submarino, e inclusive el paradero de Kevin involucrará la que acaso sea la nave aérea definitiva.
La novela avanza en simultáneo a la fantasía y la extrañeza surreal (o la familiaridad onírica), como una En el camino orquestada por Lewis Carroll, Jonathan Swift o Terry Gilliam: Rudy se convertirá momentáneamente en una bolsa de papas o en un paquete de libros, conocerá a la civilización desapercibida de los translibipianos, montará un dedo gigante, despertará en interiores enigmáticos, verá a los mitológicos pixies y asistirá a una comunidad viviente de leñas de abedul en un bosque, apurado a su vez por diversos dilemas monetarios (centavos que faltan o sobran, multas de tráfico, alquileres impagos).
La clave está sin embargo en los idiomas alternativos o acertijos y adivinanzas con los que se cruza el narrador, por cuanto hay personajes que le devuelven sus frases, transbordos que piden contraseñas, señales en código morse, alfabetos no verbales y hasta una lengua alienígena. En su legibilidad engañosa, Cartas a Kevin es en verdad una fábula sobre la incomunicación o la intraducibilidad de la experiencia, rasgo que se evidencia en los dibujos de Dixon que escoltan a la narración.
Rústicos y caricaturescos, estos esbozos son sólo en apariencia ilustraciones de lo narrado y exhiben más bien un lenguaje o estilo contiguo en el que la escritura se abisma (¿cómo entender, si no, la tautología del dibujo de la máquina de escribir en la que Rudy redacta sus cartas?). La literatura, sugiere Stephen Dixon, es un transporte simbólico que nos devuelve un reflejo alterado, un destino que siempre está por descifrarse.
Cartas a Kevin, Stephen Dixon. Eterna Cadencia. Trad. Ariel Dilon. 216 págs.