viernes, mayo 16, 2025
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La mano en la basura



En 1976 se prohibió la incineración de basura en domicilios particulares en la Ciudad de Buenos Aires; sin embargo, en los años ochenta, seguíamos llamando “incinerador” al lugar donde se dejaba la basura. En algunos edificios, se trataba solo de una suerte de tapa hermética de metal que daba al tubo por el que se lanzaba la basura hacia el incinerador, habitualmente en el sótano.

Donde yo vivía, cada piso tenía un pequeño cuartito, de no más de un metro cuadrado, que albergaba esa tapa metálica ya en desuso y donde se dejaban las bolsas a la espera del encargado. En el tercer piso, compartíamos ese cuartito con Leila, la vecina. Leila vivía con su marido y sus dos hijos que, a mis ojos, eran grandes. No obstante, en la jerga de mi casa, no era una familia la vecina, sino Leila. Quizá porque en ella convergían todos los demás. Leila solía dejar la puerta abierta de su departamento y era común verla pasar en ropa interior, a veces sosteniendo una copa en su mano.

Leila era alta, delgada y su pelo corto y dorado se bamboleaba con grandes rulos. Mi madre se la pasaba hablando de ella: que era una atrevida, que engañaba al marido con el cura de la vuelta, que no le duraba ninguna empleada; en pocas palabras, que era una loca. Tenía una hija que mi madre contemplaba con admiración y sin más, yo entendía que por ahí andaba el porvenir que ella deseaba para mí. Supongo que no imaginaba que lo que yo quería era ser como Leila.

De todos sus comportamientos raros, había uno que a mi madre le interesaba: Leila dejaba cosas en el incinerador. Era común ver a mi madre entrar con una plancha, una bata o una cafetera y decir: “¡mirá lo que tiró Leila!”. Eran cosas en buen estado, con pequeñas averías que mi madre se daba maña para arreglar, de manera que, por ejemplo, nuestra plancha fue, durante años, la plancha de Leila. Cuando venía a casa a atender una llamada (en aquella época era común no tener teléfono y dar el número del vecino) y veía que alguna de sus cosas había sobrevivido al incinerador, Leila reía a carcajadas y miraba a mi madre con cariño. O al menos así lo recuerdo.

En una entrevista de hace muchos años, un periodista preguntó al dramaturgo argentino Mauricio Kartun, de dónde sacaba ideas para sus obras de teatro. Kartun lo llevó al balcón de su casa, levantó la tapa del compost y le dijo: “De acá”.

Escribir es meter la mano en la basura y darse maña para transformar una plancha en un objeto que se dé a leer y, ahora que lo escribo y por tanto lo pienso, debo haberlo aprendido de mi madre. Pero hay algo más. La plancha puede ser aquello que nadie quiere ver o eso que el mundo puede empeñarse en idealizar, o quizá haya épocas en las que no sea conveniente hablar de planchas o de sus defectos o considerarlas algo útil.

Pueden incluso prohibir las planchas. Justamente por eso, para escribir literatura hay que vivir cerca del incinerador, en el departamento de Leila.



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