miércoles, abril 9, 2025
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“Persecución judicial, instrumentalización de la Justicia o judicialización de la política”, son las alternativas que la Real Academia Española propone para definir el “lawfare”. Conjunción de dos términos en inglés, law (ley) y warfare (guerra), la palabra surgió en el ámbito militar para describir un método de guerra asimétrica no convencional. En un ensayo de 2001para el Harvard’s Carr Center, el coronel estadounidense Charles Dunlap lo definió como “el uso de la ley como arma de guerra”.

Cuando la semana pasada la Justicia francesa condenó a Marine Le Pen, líder del partido de ultraderecha Reagrupación Nacional, a dos años de arresto domiciliario con tobillera electrónica, otros dos años en suspenso y cinco años de inhabilitación para ocupar cargos públicos, de ejecución inmediata, por malversación de fondos públicos entre 2004 y 2016, la palabra lawfare saltó a los primeros planos. Es que, más allá de que apele la decisión, la sentencia la deja fuera de la carrera presidencial francesa de 2027, para la que, según las encuestas, venía muy bien posicionada.

Acostumbrados a la corrupción de muchos políticos por estas tierras, el pecado de Le Pen podría parecer una nimiedad: la acusan de haber sido centro de un sistema por el cual Reagrupación Nacional desvió 474.000 euros del Parlamento europeo destinados a asistentes parlamentarios para pagarles a empleados del partido. Corrupción es corrupción, más allá de montos y destinos.

Como si recitara en otro idioma una letanía muy escuchada por aquí, Le Pen dijo: “Estoy eliminada, pero en realidad son millones de franceses los que están siendo eliminados. Es una sentencia política. En Francia, el país de los derechos humanos, los jueces han aplicado las leyes de un régimen autoritario”.

A su voz se sumaron las de varios otros líderes de su mismo espectro ideológico, desde el húngaro Orban hasta Elon Musk y Trump, pasando por el Kremlin y el ex presidente brasileño Jair Bolsonaro, quien calificó al fallo de “activismo judicial de izquierda” y “puro lawfare”.

Ante determinadas situaciones los extremos se unen: en 2021 el español Pablo Iglesias, de Podemos – algo así como la versión ibérica del kirchnerismo- acusó de conspiración y lawfare contra su partido, a jueces, policías, medios y militares, sentenciando “es el nuevo golpismo”.

De este lado del mundo, Dilma Rousseff, Rafael Correa y Lula da Silva también echaron mano del lawfare; Bolsonaro, -que irá a juicio por el intento de golpe contra el entonces flamante presidente Lula- desde la vereda ideológica opuesta, lo sacó a relucir cuando la Justicia de su país le impidió viajar a Estados Unidos, en enero, a la asunción de Donald Trump.

Pero quien más se victimizó con el presunto lawfare fue Cristina Kirchner en la causa por corrupción en la obra pública, o causa Vialidad, en la que fue inhabilitada y condenada en dos instancias a 6 años de prisión y sobre la que ahora deberá decidir la Corte Suprema.

El ex vicepresidente Amado Boudou, también condenado pero por otras causas, dio un curso en la UBA, “Guerra jurídica y noticias falsas”, sobre lawfare en 2021. Habló entonces de “democracia condicionada”, de “un dispositivo de control social”, y se refirió a Cristina como la principal perseguida.

“Ahora parece más sofisticado hablar de lawfare (como si las cosas al ser descriptas en inglés tuvieran más valor) para definir algo que en la realidad aparece sólo como una nueva teoría conspirativa, tan antigua como el propio Estado de Derecho. Y cuyo destino no parece ser otro que transformarse en una coartada para eludir, ante los poderes judiciales democráticos, la rendición de cuentas por la comisión de delitos de corrupción o por otros relacionados al mal desempeño en la función pública”. Así definió el lawfare uno de los tribunales que juzgó a Cristina.



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