Mucho antes de que radicarme en Buenos Aires fuera no digo ya un plan, sino algo probable, conocí a Malena Coelho, la viuda argentina del poeta venezolano Juan Sánchez Peláez. Coincidimos en la cocina de la novelista Victoria de Stefano, en Caracas, en donde hervía una tetera para recibirme. Yo devolvía algún libro que había recibido en calidad de préstamo y cariñosa sugerencia, y Malena escapaba a lo peor del invierno austral en la ciudad donde había vivido cuarenta años. La misma en donde cultivó un amor intenso y sacrificado, y después lo vio partir para siempre, víctima del cáncer de pulmón.
De Malena me sorprendieron su elegancia sureña y su tonada al mismo tiempo extranjera y local, uno de esos híbridos que sólo el tiempo sabe fraguar. Porque ella era porteña, pero también venezolana, y su corazón latía a un ritmo intermedio que yo también empiezo a entender, luego de una década en Buenos Aires. Pues fue en esta ciudad y no en Caracas donde alcancé a disfrutar su compañía, su cálida inteligencia, su amor por Wagner y por el béisbol de Grandes Ligas, que es como se nombra en Venezuela al campeonato estadounidense. Malena cantaba el tango, pero en vez del mate prefería café, cultivaba la arepa y nunca renunció al “tú”, al que acudía cada vez que la visitábamos.
Sospecho que con su rareza, su llamativa singularidad, Malena me enseñó el camino que uno ha de seguir cuando se está lejos de casa y al mismo tiempo en el hogar. En su departamento en Recoleta, entre las calles de Ayacucho y Juncal, había cuadros del argentino Enrique Molina y el venezolano Mario Abreu; clásicos franceses de Gallimard en su biblioteca, junto a ediciones de Monte Ávila y, sobre todo, a las numerosas ediciones de la poesía de Sánchez Peláez, que Malena era capaz de recitar de memoria. Si algo me enseñó estar allí, acompañándola a recordar junto al café de la tarde, fue que la vida tiene su propio lugar y se puede ser de muchas partes. Que uno es en verdad de los sitios en donde amó intensamente.
A finales de 2022, a sus ochenta y nueve años, Malena falleció tras casi dos décadas de haber vuelto a Buenos Aires. Hasta el último minuto, sus pensamientos giraron en torno a su amoroso legado: sus fotos con Sánchez Peláez, sus discos y libros venezolanos, las cartas y manuscritos que todavía atesoraba. Más que a la muerte, única esperanza de reencuentro con su amor, creo que Malena temía al olvido, a la indiferencia del mundo frente a una vida que se apaga. Su funeral ocurrió en una tarde soleada de septiembre, en un camposanto en Pilar. Allí estuvimos mi mujer y yo, los únicos venezolanos presentes, embajadores de su otra patria para dejarle flores sobre el ataúd. Y para murmurar, como invocando el recuerdo, los versos que Sánchez Peláez alguna vez le dedicó: “y clarean los valles hondos / en nuestro mudo abrazo eterno, / amor frío / y qué más / qué más por ahora / piragua azul /piragüita”.
Gabriel Payares es escritor venezolano